“…basta mirar a nuestro alrededor para comprender qué significa
la regresión a la barbarie en la sociedad capitalista.”—Rosa Luxemburgo
El ataque a los normalistas de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014 dejó decenas de heridos—uno de ellos en coma hasta el día de hoy—y seis muertos. La emboscada y desaparición de los 43 estudiantes a manos de la policía, y hoy presuntamente el ejército, dejó también rastros más funestos; símbolos de trastorno sin par, como el cuerpo de un estudiante torturado hasta el paroxismo y con el rostro desollado. Hoy, a casi tres años, el crimen de Iguala, Guerrero continúa perturbando la psique; no sólo por su vileza, sino porque el caso muestra en sí mismo el grado de involución social y degradación humana a los que se ha llegado. Un cambio de paradigma cuyas consecuencias aún están por revelar su alcance y su gravedad.
Después de Ayotzinapa, el país entero protestó en números no vistos desde el levantamiento zapatista de 20 años atrás. Se reabrió el gran trauma social de la masacre estudiantil del 68, y uno más reciente que se cuenta en los cientos de miles de muertos por la violencia armada en la última década. Edificios de gobierno ardieron en llamas. La exigencia de la renuncia del Presidente de la República se coreó en marchas de cientos de miles. Huelgas, protestas y enormes manifestaciones de gremios, estudiantes y otros sectores de la población cundieron por el país. Para finales de 2014, el caso abarrotaba titulares, auditorios y redes sociales, e inspiraba protestas también alrededor del mundo.
Mientras tanto, las autoridades mexicanas batallaron desde el principio por mantener su versión de los acontecimientos, e intentaron vincular a los estudiantes a actividades criminales. Los estudiantes de Ayotzinapa “no eran hermanas de la caridad”, dijo el Procurador General. Cinco meses más tarde, con los 43 aún desaparecidos, el Procurador recriminó su cansancio en cadena nacional y cerró la investigación. Al mismo tiempo, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), un grupo internacional de peritos, y periodistas independientes continuaron sus investigaciones, las cuales terminaron echando por tierra la versión oficial del caso. Revelaron también el papel del gobierno federal en el ataque, en la confección de una realidad alterna y en el posterior encubrimiento de los hechos.
Se puso en evidencia no sólo la simbiosis del estado con los carteles de la droga, sino también la abyección de la clase gobernante en México. El escándalo tocó a todo el espectro político. El panorama electoral en el país cambió decididamente, facilitando una crisis de la centroizquierda y el mayor descrédito de la derecha. En respuesta, una marcada agitación social volvió a conmocionar al país en los siguientes meses. Guerrero y otros estados del sur estallaron en protestas cada vez más violentas. Los estudiantes y el magisterio cerraron escuelas, bloquearon caminos y organizaron caravanas y asambleas. La represión contra las protestas se agudizó aún más. Las detenciones masivas se fueron sumando unas a otras, la campaña de desprestigio mediático arreció y la militarización de Guerrero se complicó aún más con el despliegue de nuevos cuerpos policiacos en la región.
A casi tres años de los sucesos en Iguala, la movilización de estudiantes, familiares y la comunidad de Ayotzinapa persiste a pesar de todo tipo de amedrentamiento y vilipendio. El último episodio de hostigamiento salió a la luz recientemente tras evidencias de una campaña de espionaje telefónico realizada en contra de los miembros del GIEI y la defensoría del caso.[i]
No obstante, con la divulgación del reporte final del GIEI el año pasado y la publicación de varias investigaciones periodísticas en los últimos meses, el caso ha recobrado notoriedad.[ii] Las nuevas revelaciones han corroborado la acción conjunta de fuerzas federales y locales con los carteles de la droga, y han vislumbrado la propia autoría del crimen a manos del ejército, así como el conocimiento del ataque por parte de altos mandos del gobierno y de las fuerzas armadas en tiempo real.[iii] Denuncian de igual forma decenas de crímenes —secuestros, violaciones y torturas— cometidos por el gobierno con el fin de sembrar pruebas y fabricar culpables para apuntalar su versión de los hechos.[iv]
El destino de los normalistas desaparecidos, por su parte, continúa siendo un estremecedor misterio. El caso de Iguala sigue emblematizando la arbitrariedad de una élite acostumbrada al descaro y el clamor de justicia de los sectores más vulnerables de México. Un clamor que escapa los confines del caso mismo y obliga a cuestionar las razones de fondo que han engendrado esta gran distopia que engulle la vida en ese país.
Lo que subyace
El caso de Ayotzinapa se convirtió en un parteaguas reciente. Permitió que un creciente número de gente se diera cuenta de que el estado es responsable de gran parte de la violencia justificada bajo la rúbrica de la guerra contra las drogas y el crimen organizado. Lo que ocurrió en Iguala no es el caso de algunos malos elementos en la policía local. Por el contrario, es la gota que derramó el vaso y expuso cómo el ejército y la policía a nivel local y federal actúan junto con grupos criminales para sembrar terror. Esta colusión estructural es la razón por la cual ninguna persona o grupo puede asumir la responsabilidad por la desaparición y masacre de estudiantes. Estos actos fueron facilitados por la superposición de formas de dominio bajo el capitalismo: impunidad, racismo, militarización y paramilitarización. Formas creadas y sostenidas no sólo por el gobierno de México, sino también por los Estados Unidos y otras potencias en beneficio primordialmente de los intereses del capital transnacional.
En las últimas cuatro décadas, la economía de México ha transitado de un esquema nacionalizado a un modelo de “libre comercio”, enfocado en la maquila y la manufactura de exportación. Las recientes reformas estructurales del gobierno actual, centradas en la privatización del sector energético, así como nuevos tratados internacionales y la apertura de Zonas Económicas Especiales en el centro y sur del país conforman el siguiente paso en el pillaje de la economía mexicana iniciado con el Tratado de Libre Comercio (TLCAN) en 1994. Un proceso que ha endeudado y ha vuelto más vulnerable que nunca al país; desmantelando a la par su gasto social y acrecentado la pobreza y la volatilidad social.[v] Este año solamente, drásticas alzas al precio de la gasolina y la dramática devaluación del peso suscitaron protestas, saqueos y disturbios a nivel nacional.[vi]
El estado benefactor y las instituciones públicas se han desmantelado a expensas de los sindicatos y organizaciones de defensa social surgidos en la secuela de la Revolución Mexicana de 1910-20. Así, la guerra contra el narcotráfico impulsada en 2006 ha sido una política de guerra de clases y control social; un continuo golpe preventivo en contra de toda resistencia a la constante terapia de choque económico que ha sufrido el país desde finales del siglo pasado. Para esto, el gobierno se ha apoyado cada vez más en una estrategia que ha mantenido al ejército en las calles por más de una década. Facilitando la movilización de tropas y el uso de tácticas de contrainsurgencia y de paramilitarismo franco—o disfrazado de bandas criminales—dirigidas contra la población.[vii]
La guerra contra el narco en México es un corolario de la guerra contra las drogas estadounidense en el plano internacional. La Iniciativa Mérida—una refinación del Plan Colombia de los años 90, descrita como “un paquete de asistencia antidrogas y anticrimen de los Estados Unidos para México y Centroamérica”—ha servido en realidad para financiar la expansión sin precedente del estado mexicano desde 2008, siendo su principal objetivo salvaguardar la inversión extranjera directa en esos países.[viii] No es de sorprender entonces que el Presidente de México nombrara como su asesor en seguridad pública al exdirector de la policía nacional colombiana y anterior “brazo derecho” de la DEA en ese país, quien hoy es acusado por la DEA misma de “favorecer la creación de grupos paramilitares en el estado de Michoacán y tener vínculos con carteles de narcotráfico.”[ix]
El mercado de drogas es la gran fuente desregulada de ingresos que lubrica esta estrategia represiva. Los EE.UU. han usado históricamente el tráfico y la producción de drogas como arma de penetración colonial.[x] Sin embargo, en la actualidad se trata de un negocio multibillonario, centrado en el mercado estadounidense y europeo, que ya forma parte importante de la economía mundial. Con enormes ganancias que llegaron a mitigar incluso los efectos de la última crisis financiera internacional mediante el lavado de dinero (The Guardian, 2009).[xi] De igual forma, los principales bancos del mundo se han visto repetidamente involucrados en escándalos de lavado de dinero en los últimos años.[xii] Dinero que a su vez sufraga el armamento clandestino del mundo subdesarrollado en una cruda expresión de la bancarrota moral del capital financiero mundial.[xiii]
Escarmiento
Las investigaciones periciales más difundidas sobre el caso han promovido hasta ahora que la motivación de la emboscada y balacera contra los estudiantes partió de una coincidencia: la recuperación de droga transportada por azar en por lo menos uno de los camiones tomados por los estudiantes la noche del 26 de septiembre. Investigaciones periodísticas señalan también que la desaparición de los estudiantes habría sido ordenada para encubrir el papel de la policía en la recuperación de droga. Sin embargo, el primer reporte del GIEI afirma:
“La masividad de la acción, el gran número de víctimas, la extensión en tan diferentes escenarios y tiempos, su realización ante muchos posibles testigos, la detención de los normalistas, el uso de patrullas municipales identificables, entre otros factores, parecen mostrar más una acción orientada a no dejar salir los autobuses y/o a castigar a los normalistas por su acción, que a ocultar desde el inicio los hechos.”
El “castigo” tomó su forma más clara en la tortura, ejecución y en la abierta cacería de estudiantes por parte de la policía y el ejército durante la madrugada del 26 y 27 por toda Iguala, y, por supuesto, en la propia decisión de desaparecer a 43 normalistas. Incluso con la recuperación de droga como móvil principal del ataque inicial, la escalada de violencia tras la balacera denota una motivación aparte, pues el estado sabía que las víctimas no eran un grupo ordinario de personas, sino una organización político-estudiantil con nexos a una red social más amplia, la cual no iba a permitir el modo de accionar habitual del terror estatal.
Las normales rurales han sido blancos históricos del gobierno. El desmantelamiento de la educación pública se encuentra al fondo de su longeva estigmatización y victimización. Sus estudiantes han sido asesinados, torturados y encarcelados, pues representan un sector indígena pobre y de extracción rural y campesina con acceso a educación y a una larga tradición de compromiso y lucha social. En ese contexto, las normales han sido con frecuencia apoyadas por el magisterio y otras organizaciones sociales regionales en su larga pugna por subsistir. El estado sabía que esa red de apoyo no se quedaría en silencio ante los sucesos. La periodista Anabel Hernández mencionó en una conferencia en la ciudad de México: “El gobierno pensaba que [los normalistas] eran enemigos, y me parece que este repudio del estado a Ayotzinapa fue lo que permitió la impunidad.”[xiv]
Ninguna investigación hasta ahora ha tomado en cuenta el contexto político y de lucha social en el país durante 2014. En la narrativa actual del caso se vincula con frecuencia a la normal de Ayotzinapa con la guerrilla, como parte del estigma mediático contra las normales rurales. Sin embargo, lo anterior parece olvidar que Genaro Vázquez, Arturo Gámiz, Lucio Cabañas y muchos otros líderes guerrilleros, no eran normalistas sino miembros del magisterio insertos en movimientos sociales más amplios y de mayor envergadura. Los normalistas son el eslabón más débil en el espectro de organizaciones sociales en Guerrero debido a su naturaleza estudiantil, sin una organización sindical de alcance nacional o de defensa social con peso económico o social significativo. Si había un blanco por el cual se podía enviar un mensaje al resto de las organizaciones sociales en Guerrero —y en el país— era el normalismo. Pero ¿cuál era ese mensaje?
El crimen de Iguala se dio en un álgido contexto nacional. La puesta en marcha de las reformas estructurales en 2013 despertó un profundo descontento social. Para la gran mayoría en el país significó el epitafio de estándares de vida del siglo XX. La aprobación y promulgación de los cambios se trató de hacer torrencialmente. En menos de dos años, el Congreso aprobó once reformas constitucionales en los ámbitos energético, financiero, laboral, de telecomunicaciones y educativo, entre otros.[xv] Todo esto después de que la clase política firmara un pacto en 2012 comprometiéndose a no impedir la aprobación de las reformas. En ese contexto de monolitismo político, la oposición a estos cambios económicos se centró en uno de los pocos gremios sindicales que no fue destruido o paralizado seriamente en los sexenios anteriores.
El magisterio disidente organizó campamentos masivos, huelgas, protestas y bloqueos de aeropuertos y carreteras en todo el país en oposición a la reforma educativa.[xvi] Este antagonismo con el gobierno se agudizó tras el incendio de la sede del PRI en Guerrero durante una protesta magisterial en abril de 2013.[xvii] Poco después, los maestros prepararon caravanas nacionales para “acumular fuerzas… obreras, campesinas y de la sociedad, para enfrentar la reforma educativa en todos los rincones del país.”[xviii] La defensa de la educación pública se convirtió en la principal oposición a las reformas y galvanizó, en particular, a la lucha normalista, la cual venía sosteniendo una dinámica propia de movilizaciones desde años atrás.
Para 2014, las protestas se extendieron a nivel nacional a otros sectores sociales incluyendo a trabajadores de la salud, campesinos del centro y norte del país y estudiantes universitarios.[xix] En agosto de ese año, se promulgó la reforma energética, y días después se activó un nuevo cuerpo policíaco, la Gendarmería Nacional, el cual tomaría el mando de Iguala tras la masacre estudiantil. Las tasas de aprobación del gobierno se desplomaban debido a la impopularidad de las reformas.[xx] No obstante, dos semanas antes de los sucesos en Iguala, el presidente celebró la aprobación de la reforma financiera en el Congreso.[xxi] Una resistencia gremial en ascenso se vislumbraba como un problema real para la agenda del gobierno.
Los niveles de violencia en las ejecuciones y la desaparición masiva de estudiantes (casi el mismo número que fue acribillado en Acteal) reflejan altos niveles de paranoia o de formidable cálculo sanguinario. Cuando se piensa en el rastreo en tiempo real de los sucesos por parte del gobierno, no se puede descartar que la decisión de escalar la atrocidad a otro nivel fuera una decisión consciente, a sabiendas de la gran reacción social que esto provocaría; como un castigo ejemplar de clara connotación política. Sobre todo, en una región con un obvio historial de guerrillas y movimientos sociales radicales que en ese momento atravesaba por una situación de extrema volatilidad social. Sin embargo, más allá de toda especulación, el efecto innegable de Ayotzinapa fue generar el desconcierto, la psicosis social y, posteriormente, la desmoralización política temporal. La crítica a la estrategia económica del gobierno perdió relevancia, fue relegada a un segundo plano para ceder la atención a la búsqueda de los desaparecidos; lo cual drenó, a su vez, todo momento de lucha que la oposición había generado hasta entonces.
Justicia
El ataque a los estudiantes y su secuela politizó a nuevos sectores sociales. En la primavera de 2015, familiares y amigos de los normalistas organizaron caravanas nacionales e internacionales para exigir el retorno de los desaparecidos. Las familias, en particular, articularon en sus discursos la contradicción de exigir justicia al estado que había secuestrado a sus hijos. Al mismo estado que seis años atrás había exonerado al expresidente Luis Echeverría de todo cargo de genocidio relacionado con la masacre estudiantil del 68, como un epítome de la justicia legal a la que pueden aspirar las víctimas de estado en México.[xxii]
¿Qué justicia puede haber en la impugnación de individuos mientras el juego de cartas en la gerencia estatal siga perpetuando esa tecnocracia sin escrúpulos? Tan dispuesta a todo por mantenerse en el poder. El problema principal no es la corrupción, sino el sistema que subordina a los países deudores a los intereses del mercado acreedor y genera abismales brechas clasistas y grados cada vez mayores de patología social. Un orden que seguirá enfrentando normalistas rurales en defensa de un magro gasto educativo con policías y gobiernos que buscan destruir su única vía de escape de un destino de arquetípicos miseria, racismo, violencia y marginación. Un sistema que seguirá engendrando masacres indígenas como las de Acteal o Aguas Blancas, o fosas masivas como en San Fernando y Cadereyta llenas de cuerpos de inmigrantes centroamericanos cuya única alternativa económica es el éxodo.
Si bien los procesos periciales permitieron la denuncia del gobierno mexicano en diversos ámbitos, ninguna corte o tribunal internacional puede suplantar la necesidad de un proceso social en el que las víctimas y la sociedad afectada por la imposición militar de un nuevo paradigma económico y político debatan públicamente las formas de gobierno apropiadas y los tipos de organización social necesarios para una verdadera superación del problema. Lo que hoy está en juego va más allá del paradero de los normalistas o el enjuiciamiento de autoridades venales como paliativos de un cáncer mayor. Justicia para Ayotzinapa sólo puede implicar una renovada capacidad de los excluidos, oprimidos y explotados para incidir enteramente en la sociedad que ellos mismos construyen con su trabajo, remesas, sacrificios y labor social; bajo sus propios términos y con sus propias demandas. Ayotzinapa no puede convertirse en un tema más de campañas electorales por parte de gobiernos e instituciones que, al tomar las riendas, asumirán, como siempre ha sucedido, el resguardo del status quo. Dejando abierto el camino al vigilantismo armado que hoy refuerza al estado como su auxiliar parapolicial y que mañana terminará por fenecer bajo un creciente asedio militar.
En junio de 2015, el movimiento de Ayotzinapa y el magisterio sureño realizaron un boicot activo de las elecciones en Guerrero y otros estados. Lo anterior como respuesta a la pretensión, la mentira y la humillación de un establishment político que no ha hecho sino intentar por todos los medios acallar el disenso. Por ende, su decisión de desconocer el actual sistema de peonaje electoral que sólo sirve, o intenta servir, como válvula de escape al descontento social. El capital en México lleva casi cincuenta años apuntalando un régimen pluripartidista que, según gobernantes, partidos e intelectuales acólitos, sería el antídoto del país contra otra noche triste en Tlatelolco. Sin embargo, la última refutación de esa quimera ocurrió hace poco en 2014. Las agrupaciones políticas y sus agendas han probado ser tan dependientes del capital foráneo que no pueden esgrimir una genuina propuesta de progreso social para y por la mayoría. Promueven, por el contrario, la falsa dicotomía entre avance técnico o igualdad social, entre progreso o justicia social. No existe tal distanciamiento desde la óptica de quien no tiene nada más que su vida para ofertar al mercado. Una vida que no puede subsistir de justicia sin pan, ni pan sin justicia. Una vida que es confín y centro de la humanidad, pues la humanidad no puede llamarse así mientras se mantenga alienada de sí misma.
Dignidad
Ayotzinapa politizó a una generación nueva de activistas sociales. Es importante que ellos hagan su propio balance de lo obtenido hasta ahora; tanto de las limitaciones como de las perspectivas a futuro. Es claro que la masiva respuesta social sufragó el caso por encima de la intimidación y el olvido. Sin embargo, se ha hecho claro que esa notoriedad puede disiparse con el tiempo si ésta no adquiere una expresión política que evolucione y progrese en sus planteamientos. Omar García, sobreviviente de la masacre en Iguala, tenía razón cuando, en una entrevista a finales de 2014, expresó lo siguiente:
“Quien te está hablando es un alumno que de antemano ya se considera muerto porque en este momento no estamos luchando solo contra instituciones estatales, estamos luchando contra instituciones no legales, contra organizaciones que sabemos cómo operan en el país… Cuando esto se relaje, cuando la gente deje de vernos y deje de ver a Ayotzinapa como las victimas que somos, en este momento, vamos a relajar la guardia… Vamos a regresar a nuestros salones de clase… ¿y qué nos garantiza que no nos van a hacer algo? ¿Qué nos garantiza que vamos a estar seguros? [xxiii]
Nada lo garantiza. El gobierno no cesará hasta silenciar esta crítica y remover los obstáculos. Es por eso que las comunidades rurales del sur y centro del país no pueden permanecer aisladas. Requieren aliarse con otros sectores productivos cuyo peso social es mucho mayor en una economía de mercado, particularmente por su capacidad de detener la producción de ganancias; lo que constituye el Santo Grial del sistema de producción capitalista. Los estudiantes y padres de familia han comenzado a entender esto. En una carta reciente publicada en el periódico La Jornada, en conmemoración del inicio la Revolución Cubana, el movimiento de Ayotzinapa escribió:
“Nos queda claro que este gobierno neoliberal y opresor no investigará nuestro caso porque encubre a funcionarios de alto nivel implicados en la desaparición de los 43, por ello es imprescindible la lucha del pueblo para obligarlo a resolver ésta y otras demandas concretas…
“Es imprescindible seguir impulsando la creación de un referente multisectorial cualitativamente superior de carácter anticapitalista que camine al lado de los trabajadores del campo y la ciudad, eleve las formas de lucha, ascienda a una nueva correlación de fuerzas y construya una patria nueva.”
—La Jornada, “Escucha mi voz 43” (27 de julio de 2017)
En su paso por EE.UU., las caravanas en pro de Ayotzinapa organizadas en 2015 fueron acogidas por varias organizaciones, entre ellas trabajadores agrícolas en huelga, sindicatos y padres de víctimas afroamericanas de la brutalidad policiaca. En México, recibieron apoyó también de los sindicatos de telefonistas, del magisterio y de electricistas del centro y sur del país. Hoy, un paro del sindicato nacional de telefonistas que hiciera públicas todas las llamadas telefónicas relacionadas con el ataque del 26 de septiembre abriría la posibilidad de resolver el caso en poco tiempo. No hace mucho, en la secuela de la propia masacre estudiantil del 68, durante el periodo más álgido de la “guerra sucia” de Luis Echeverría en los 70s, importantes luchas obreras, como la llamada “Insurgencia Sindical”, fueron un factor determinante en el fin de la septuagenaria “dictadura perfecta”.
El destino de México está inextricablemente atado al de EE.UU. La continua inversión extranjera genera a pasos agigantados nuevos sectores obreros insertos en procesos globalizados de producción; en líneas de ensamblaje que atraviesan fronteras. Y las aspiraciones de este nuevo sector ya han comenzado a hacerse escuchar en forma de movimientos de sindicalización en las maquiladoras de la frontera norte.[xxiv] A la par, la migración a EE.UU. ha creado vínculos estrechos entre las comunidades pobres y rurales en México y un sector laboral inmigrante que ya ocupa un papel notorio en la economía más importante del mundo, y que ha mostrado una dinámica exitosa de sindicalización en los últimos años.[xxv]
Luchas conjuntas en ambos lados de la frontera por mejores estándares de vida ayudarían a romper con la toxicidad de la actual política mainstream estadounidense. Para eso se requiere de un proletariado norteamericano, y de una intelectualidad con compromiso social, que recuerden su propia historia, la sustancia, el deseo de justicia que empujó a Lincoln, Grant y John Brown a tomar el lado de los esclavos. Que se nutra del coraje de los Freedom Riders y los mártires de Haymarket en Chicago para trascender, desechar y exhibir la vacuidad de este espejismo de libertad y dejar de sucumbir así a la miopía de la élite hegemónica en turno, cuya desoladora pequeñez se expresa en el sombrío dicto de Louis XV: “Après moi le déluge” (Después de mí el diluvio).
De Ferguson, Misuri y Charlottesville, Virgina a Ayotzinapa, Guerrero un nuevo oscurantismo amenaza con acribillar la herencia de la Ilustración basada en la condición de igualdad entre hombres. El ideal de Rousseau, Babeuf y tantos más. Busca también enterrar siglos de experiencia de generaciones que intentaron un cambio de fase en la sociedad.
En este paradigma, donde la santidad de la propiedad privada despierta las pasiones más oscuras de las clases y castas acomodadas, en un país que se asume 53 por ciento pobre y mantiene el salario mínimo más bajo del continente; con un campesinado en franca extinción, sujeto al sangriento despotismo y extorsión de una casta parasitaria de capos, y con un estado que conforma la columna vertebral de un sistema neocolonial de explotación, la vindicación de la raison d’être (razón de ser) humana no puede ser otra cosa que el embate por un reordenamiento fundamental de la sociedad.
A un centenario de la revolución que en Octubre cambió la faz de la tierra, los salones de Ayotzinapa se cubren con efigies de un viejo Marx y Lenin; retratos que murmuran ecos de otros tiempos cuando los sectores productivos y pisoteados de la sociedad caminaban sobre los hombros de gigantes que podían ver más allá de la llana tristeza y la tragedia. El destino de los normalistas marca en muchos sentidos la encrucijada de un país. En el que la vida de generaciones venideras transcurra y desaparezca como una idea tardía, o en el que la huella de su ímpetu sea el combustible de la locomotora de la historia.
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